martes, 1 de febrero de 2011

PRESENTACIÓN DE JESÚS EN EL TEMPLO


Lectura del santo evangelio según san Lucas (2,22-40)

Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones.» Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo.
Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel.»
Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño.
Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre: «Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma.»
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.

Reflexión
En la fiesta de la Presentación de Jesús en el templo y según el pasaje evangélico que ofrece la liturgia, ocupa un papel central la figura de Simeón. En él nos detendremos.

Simeón era uno de tantos judíos que aguardaba la llegada del Salvador y, a pesar de que los años iban corriendo e se acercaba el final de sus días, no perdía la esperanza. Confiaba en que el Señor iba a cumplir su promesa. El paso del tiempo, los desengaños de la vida, las dudas,... no habían minado su confianza en Dios. Por el contrario, alimentaba la esperanza de que Dios iba a manifestarse en su historia.
Por tres veces se menciona en el relato la presencia y acción del Espíritu Santo en Simeón: “Se guiaba por el Espíritu… le había comunicado el Espíritu… conducido por el mismo Espíritu…”. Fue un hombre de Dios, que se dejó conducir y guiar por el Espíritu, atento a sus señales, conocedor de las llamadas al corazón, persona que supo discernir, que intuyó los lenguajes de Dios. Hoy diríamos hombre de profunda espiritualidad.
El mensaje profético de Simeón habla de luz: de mirar y de ver. Muchos estaban en el templo cuando llegaron María y José con el niño. Sólo Simeón fue capaz de reconocer al Niño-Dios. Vivía abierto, a pesar de sus años, al encuentro con Dios. Esperó, creyó, confió.
En sus palabras se manifiesta el cumplimiento de las promesas hechas por Dios a su pueblo. Israel ya podía descansar tranquilo. Su historia (representada en Simeón) no acaba en vano: ha visto al Salvador. En esa larga peregrinación encuentran sentido y explicación todos los que esperan porque Jesús no es sólo gloria del pueblo israelita, es el principio de luz y salvación para las gentes.
Las palabras del himno del anciano, hermosas y emotivas, culminan en el destino de sufrimiento: Como signo de contradicción para Israel y como origen de dolor para María. Se abre un arco de vida y experiencia que culminará en el Calvario y que se extenderá después hacia la Iglesia.
Cuando Jesús se nos muestra como luz, hay que seguir hacia adelante y aceptarle en el camino de dolor, decisión y muerte; en ese caminar no irá jamás en solitario, le acompaña la fe de María con el corazón traspasado por una espada.
Paz y bien hermanos.




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