En aquel tiempo, Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola:
- «Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En la misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle: “Hazme justicia frente a mi adversario”.
Por algún tiempo se negó, pero después se dijo: “Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara”».
Y el Señor añadió:
- «Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar.
Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?». (Lucas 18, 1-8)
Hablar de oración hoy en día resulta realmente difícil en esta cultura nuestra, tan secularizada (esto es, que vive sin Dios), y con la sensación de que Dios permanece mudo y desinteresado a nuestras súplicas. Aquí nos surge la pregunta: ¿Para qué sirve orar?
Frente a todo esto, ¿qué nos enseña Jesús?
Pues bien, Jesús nos enseña a perseverar en la oración a pesar de todo. Y es que la lógica de la oración no es la eficacia, sino que es la confianza que supera las dificultades; es la aceptación de la voluntad de Dios.
Así fue para el mismo Jesús; así lo vivió; así lo expresó en las plegarias que enseñó a los suyos.
En la oración se forjan los creyentes, como Moisés y el mismo Jesús, en la confianza absoluta al Dios de la Vida.
¡Dichosos quienes se abren con confianza al Dios de la Vida, porque su caminar será iluminado plenamente!
Paz y bien hermanos
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