Septiembre de 1224, el verano ya tocaba a su fin. Una noche de luna llena, fray León fue, como siempre, a rezar maitines con Francisco, mas éste no respondió a la contraseña. Entre preocupado y curioso, el hermano cruzó la pasarela y fue a buscarlo. Lo encontró en un claro del bosque, de rodillas, en medio de un gran resplandor, con el rostro levantado, mientras decía: "¿Quién eres tú, mi Señor, y quién soy yo, gusano despreciable e inútil siervo tuyo", y levantaba las manos por tres veces. El ruido de sus pasos sobre la hojarasca delató a fray León, que tuvo que confesar su culpa y explicar al Santo lo que había visto.
Uno de aquellos días se apareció un ángel a Francisco y le dijo: "Vengo a confortarte y avisarte para que te prepares con humildad y paciencia a recibir lo que Dios quiere hacer de ti". "Estoy preparado para lo que él quiera", fue su respuesta.
La madrugada del 14 de septiembre, fiesta de la Santa Cruz, antes del amanecer, estaba orando delante de la celda, de cara a Oriente, y pedía al Señor "experimentar el dolor que sentiste a la hora de tu Pasión y, en la medida de los posible, aquel amor sin medida que ardía en tu pecho, cuando te ofreciste para sufrir tanto por nosotros, pecadores"; y también, "que la fuerza dulce y ardiente de tu amor arranque de mi mente todas las cosas, para yo muera por amor a ti, puesto que tú te has dignado morir por amor a mi". De repente, vio bajar del cielo un serafín con seis alas. Tenía figura de hombre crucificado. Francisco quedó absorto, sin entender nada, envuelto en la mirada bondadosa de aquel ser, que le hacía sentirse alegre y triste a la vez. Y mientras se preguntaba la razón de aquel misterio, se le fueron formando en las manos y pies los signos de los clavos, tal como los había visto en el crucificado. En realidad no eran llagas o estigmas, sino clavos, formados por la carne hinchada por ambos lados y ennegrecida. En el costado, en cambio, se abrió una llaga sangrante, que le manchaba la túnica y los calzones.
Explicaba fray León que el fenómeno fue más palpable y real de lo muchos creen, y que estuvo acompañado de otros signos extraordinarios corroborados por testigos, que creyeron ver el monte en llamas, iluminando el contorno como si ya hubiese salido el sol. Algunos pastores de la comarca se asustaron, y unos arrieros que dormían se levantaron y aparejaron sus mulas para proseguir su viaje, creyendo que era de día.
Cuando fray León acudió aquella mañana a prepararle la comida, Francisco no pudo ocultarle lo sucedido. Desde aquel instante, él será su enfermero, encargado de lavarle cada día las heridas y cambiarle las vendas, para amortiguarle el dolor y las hemorragias; excepto el viernes, ya que el Santo no quería que nadie mitigara sus sufrimientos ese día.
Miércoles 30 de septiembre de 1226. Después de una noche horrible de dolores, creyendo que moría, pidió que lo pusieran desnudo en el suelo y, en esa posición, mientras se cubría la llaga del costado con la mano, exclamó: Hermanos, yo he terminado mi tarea. Cristo os enseñe la vuestra. Todos lloraban. El guardián le obligó por obediencia a vestirse de nuevo y él, feliz de haber sido fiel a la dama pobreza hasta el final, levantó las manos y se puso a cantar al Señor.
Al anochecer del sábado 3 de octubre, a pesar de haber ya obscurecido, las alondras seguían revoloteando alrededor de la casa donde Francisco yacía moribundo. A los presentes les pareció la señal de que había llegado el momento. Le faltaban dos o tres meses para cumplir 45 años. Había segundo al Señor durante más de 20 y los dos últimos los vivió crucificado y gravemente enfermo. Uno de los muchos hermanos presentes vio su alma elevarse como una estrella, grande cuanto la luna y brillante como el sol, sobre una nubecilla blanca. Muy lejos de allí, en el sur de Italia, fray Agustín de Asís moría a la misma hora, exclamando:¡Espérame, padre, espérame, que me voy contigo!. Otro fraile lo vio vestido de diácono y seguido de un cortejo de personas que le preguntaban: ¿No es ese Francisco?", ¿No es Cristo?, y el fraile a todos respondía que sí, pues a todos les parecía la misma persona. También el obispo Guido, ausente de Asís por una peregrinación, lo vio en sueños que le decía: Mira, padre, dejo el mundo y me voy a Cristo.
Domingo 4 de octubre: Religiosos y seglares pasaron la noche en vela, entre cánticos y alabanzas, a la luz de las antorchas. A la mañana siguiente, por temor a que los perusinos, enemigos de los asisanos, pudieran robar tan preciosa reliquia, trasladaron su cuerpo a la iglesia de San Jorge, en Asís. Todos llevaban cirios encendidos y ramos de olivo en las manos y cantaban al son de trompetas.
Paz y bien hermanos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario